Devoción del Obispo José Meseguer y Costa a Santo Domingo

 Vito-Tomás Gómez, O.P.

                  No es nuestro propósito en esta ocasión presentar de manera exhaustiva las muestras de simpatía que dio el Obispo Meseguer y Costa hacia la figura y obra de Santo Domingo. Tan sólo queremos evocar algún gesto que manifiesta bien a las claras el amor que le animaba, sin duda desde niño, hacia el Fundador de la Orden de Predicadores.

                  Se recuerda que nació en nuestra población el 9 de noviembre de 1843. Es verdad que por entonces los frailes Dominicos, como el resto de los religiosos de España, vivían fuera de los conventos como consecuencia de la exclaustración general decretada hacía ocho años. Sin embargo, los exclaustrados siguieron predicando, atendieron parroquias, se incorporaron a Colegios, fomentaron vocaciones misioneras, y fundaron Congregaciones de religiosas que pronto iban a llenar el vacía que había dejado la dispersión de los religiosos. El niño joven y José Meseguer conocería a algunos de aquellos infortunados. Los Dominicos, desde el siglo XIV, mantenían una intensa y eficaz presencia en la capital de la diócesis de Tortosa, y, más tarde, se establecieron en San Mateo y Forcall.

                  Las raíces dominicanas fueron ahondando cada vez más en el corazón del futuro Obispo; habían comenzado y manifestarse en el seno de su familia, en contacto con la Parroquia, y con la Ermita –Santuario de “Sant Domingo”-. Con mirada escrutadora clavaría sus ojos en la imagen del Santo que ocupaba el centro del retablo, vestida con hábito blanco y negro primorosamente bordado; con la cruz patriarcal, de Fundador, en la mano derecha, y el libro de la Palabra de Dios –a cuyo servicio generoso se consagró de por vida-, en la izquierda; había incluso un ángel a sus pies, que colocarían allí para salvarlo de algún conjunto escultórico desaparecido. Si formaba parte de la iconografía tradicional del Padre de los Predicadores el cachorro acostado junto a su pie derecho con una antorcha encendida en la boca. Era el símbolo del gran Predicador, llamado a llevar por el mundo entero, por si y mediante sus hijos, la luz de la doctrina de la fe y el fuego del Espíritu que Cristo ha venido a traer a la tierra. Esta imagen venerable y, también, aquel antiguo retablo gótico, con pinturas inspiradas en las mejores fuentes biográficas, se tuvieron que grabar para siempre en su mente y corazón. Cuando se adentró en la historia que se transmitía acerca de los orígenes del Santuario cayó en la cuenta de que, el de Vallibona, era probablemente uno de los primeros que se dedicaron a Santo Domingo en el mundo, cuando tan sólo habían transcurrido unos cinco años desde su Canonización (1234).

                Sus estudios para el Doctorado en Teología y Derecho Canónico en Valencia acrecentaron en él el conocimiento y amor hacia Santo Domingo, animador desde el cielo de San Vicente Ferrer, predicador por una parte importante de Europa. En el Seminario Central había Dominicos que impartían clases. Después pasó a Oviedo, como Secretario del Obispo Sanz y Forés, antiguo Lectoral de Tortosa y Vicario General de la diócesis. La iglesia de Santo Domingo, en el corazón de la Capital de Asturias permanecía abierta, y los Dominicos habían comenzado a restaurar la Orden en el antiguo monasterio de Corias (Cangas de Narcea). Acompañó al Obispo en contacto con la Comunidad restauradora del convento de San Pablo; la imagen de Santo Domingo que presidía y preside la iglesia es nada menos que de Gregorio Fernández.

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                                                                                             En 1889 fue presentado para la Sede Episcopal de Lérida; la consagración tuvo lugar en la catedral de Valladolid el día de San José –su Santo Patrono- de 1890. Fue Obispo consagrante el entonces ya Arzobispo de Sevilla, el mencionado Sanz y Forés. En Lérida tenía a pocos metros del Palacio, el convento y la iglesia dominicana de Nuestra Señora del Rosario, en manos del Municipio, y dedicada a fines educativos. Pero se encontró, sobre todo, con un recuerdo muy vivo de la predicación, sobre todo en la ciudad, -también por la diócesis y diócesis vecinas-, del Beato Francisco Coll. En la ciudad estaban las Dominicanas de la Anunciata por él fundadas. Desde hacía treinta años ve

nían ofreciendo una formación muy sólida a las niñas jóvenes de la ciudad  provincia. El 11 de diciembre de 1894 firmó su relación para la visita “ad limina” y en ella informaba al Papa León XIII que en su diócesis había colegio de Dominicas de la Anunciata en Torres de Segre, Juneda, Artesa de Segre, Ager, y Os de Balaguer. Además tenían abierto un Colegio en la Capital desde 1860, “para educar a las jóvenes en la piedad y en las ocupaciones domésticas”.

                  El 27 de marzo de 1905 fue trasladado a la Sede Arzobispal de Granada. Le llamaría poderosamente la atención el convento y la grandiosa iglesia de Santa Cruz la Real, el convento e iglesia de Fray Luis de Granda, cuyos escritos han sido de los más leídos en la historia de la espiritualidad cristiana. Al lado mismo existía una Comunidad de Dominicas dedicada a la enseñanza con las que entró pronto en contacto; era el Beatario –Colegio de Santo Domingo-. Pero había también Dominicas de vida contemplativa: Conventos de Santa Catalina de Siena de Zafra, a orillas del Darro frente a la Alhambra, de Sancti Spiritus, de Santa Catalina de Siena, de la Piedad; cuatro conventos de contemplativas, por tanto.

                  El mencionado Beatario –Colegio de Santo Domingo estaba regido por Sor Teresa Titos Garzón, fallecida en 1915, y cuyo Proceso de Beatificación y Canonización está en marcha. De ella escribieron una biografía que leyó y aprobó personalmente, él que era una de las personas más autorizadas, ya que le había tratado muy de cerca. Intervino en los asuntos propios de la nueva Congregación que surgió y que tuvo aquel Colegio como Casa Madre (1907).

                                El Arzobispo visitaba a menudo a la M. Teresa Titos. “Si pasaba por cerca del colegio –afirma la primera biografía- no podía dejar de llegarse a verla, o por lo menos acercarse al torno a preguntar por su salud. Otras veces, por no hacerla bajar y subir, en vez de esperarla en los salones de la portera, subía al piso alto, y como recuerdo le dio una hermosa fotografía suya. Cierto día que con motivo de la elección de Priora en un convento le habían dado un ramo de flores, lo guardó diciendo: “¿Para quién va a ser este ramo sino para la M. Teresa?” Y aquel venerable anciano tomó el camino del colegio con el ramo en la mano y en persona se lo entregó a la Madre. Todas estas pruebas de afecto las agradecía ella en su corazón tanto más cuanto era grande, no ya sólo su educación y delicadeza, sino su extraordinaria humildad. Así, un día de su santo, después de recibir la felicitación que en persona fue a darle el Señor Arzobispo, decía ella: “Pero, Dios mío, ¿qué es esto, venir estar personas a ver a esta pobre mujer? De esta suerte pensaba y hablaba, diciendo a sus hijas que pidiesen al Señor que la salvara”.

                  Sirvan estas líneas de homenaje al ilustre hijo de Vallibona que fue el Arzobispo Meseguer y Costa, fallecido al siguiente día de la Inmaculada, 9 de diciembre de 1920. Sus restos esperan la resurrección gloriosa bajo la mirada de la Virgen de las Anguastias, que tuvo el honor de coronar solemnemente.

 

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